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COMPETICIÓN | LA NUEVA VIDA DE JOSH WAITZKIN  
El niño que no quería ser Bobby Fischer 
 
Inspiró la película 'En busca de Bobby Fischer'. Como el gran jugador 
estadounidense muerto recientemente, deslumbró desde pequeño. Capaz de 
perder un mundial juvenil por rechazar unas tablas, a los 18 años abandonó el 
ajedrez ahogado en la fama. A los 31, Josh Waitzkin, hoy campeón de artes 
marciales, recibe a Magazine en su apartamento neoyorquino. "Bobby no 
estaba loco, ni enloqueció por jugar, su visión del mundo era terrible", asegura 
 
Por JULIO VALDEÓN BLANCO 

El destino del niño prodigio asusta. Yehudi Menuhin, que a los 13 años tocaba a Bach y 
Beethoven con la Filarmónica de Berlín, necesitó del yoga para no suicidarse con 27. 
Marisol eligió ser Pepa Flores antes que aparecer "en las cenas con colgajos de oro y 
perfil de bisturí" (Raál del Pozo). Drew Barrymore a punto explota luego de que E.T. la 
nombrase hermana pequeña de América. Y a Josh Waitzkin (Nueva York, 1976), 
portento del ajedrez y las artes marciales, le hicieron la vida imposible. Apenas 
alcanzaba al tablero y ya destrozaba a profesionales. Pronto su nombre recorrió EEUU. 
Cada vez que comparecía, los medios afilaban sus flashes. La gente quería conocer al 
Mozart del ajedrez, un niño tímido que había nacido bajo un cielo de alfiles. 

Incluso su padre, el escritor Fred Waitzkin, contribuyó al fenómeno. Narrando el primer 
campeonato nacional que conquistó Waitzkin, escribió En busca de Bobby Fischer, 
obvio guiño al ajedrecista estadounidense por antonomasia. La película, basada en el 
libro (1993), en la que el niño-actor Max Pomeranc interpreta a Josh Waitzkin, fue un 
bombazo y lo empeoró todo. "Odio la palabra prodigio, lo que tiene de falso", dice 
ahora Waitzkin, 31 años, en su casa del Village neoyorquino, la misma de su infancia, 
repleta de trofeos de peces espada y tiburones (una antigua pasión familiar desechada 
hace tiempo) y cuadros de su abuela, amiga de Pollock y el resto de la pandilla que 
conmocionó el arte de los 50. 

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A Waitzkin lo esperaban para revalidar la párpura de Fischer. Fusilaron su retrato hasta 
quemarlo. Inteligencia superdotada, conoció el estercolero de la fama. Había fotógrafos 
en cada partida, ejércitos de bolígrafos y grabadoras pendientes de cada movimiento, 
resueltos a construirle un aura icónica, un poema épico con retales y bisutería. Recién 
cumplidos los 18, Waitzkin abandonó. Rechazaba así ser el juguete ajeno. Dejó el 
ajedrez tras conquistar ocho campeonatos de EEUU y perder de forma increíble el 
campeonato mundial juvenil (tras rechazar unas tablas que le hubieran dado el título). 
"Perdí mi amor por el ajedrez después de la película sobre mi vida, mucho antes de la 
partida. El éxito de la taquilla me obligaba a ganar siempre, y yo, hasta entonces, había 
jugado para ganar, sí, pero también por divertirme. El ajedrez era mi vida, un problema 
continuo que me fascinaba. Hasta que una tarde, en Memphis, jugando con otras 40 
personas, comprendí que sólo lo hacía externamente. No estaba allí. …se fue el 
principio del fin". Un final anunciado porque Waitzkin no hacía pie, rodeado de 
abogados, expertos, escritores, comentaristas y admiradores, chapoteando por culpa de 
la fascinación que despierta el niño deificado. 

Divertido, amable y tranquilo, Waitzkin soporta la sesión fotográfica sin quejarse. 
Acostumbrado al rigorismo del mercado, conoce las reglas e incluso sugiere poses. 
Conquista por su clarividencia. "Sabes, otro de los problemas, aparte de la presión, vino 
al cambiar de maestro. Hasta entonces siempre estuve con Bruce Pandolfini. Pero el 
nuevo maestro insistió en cambiar mi estilo, justo lo que hacen los malos profesores. 
Quieren que su alumno sea un clon suyo, en lugar de permitirle desarrollarse, y eso me 
ahogó. Empecé a aburrirme. De alguna forma jugaba él por mí". Apartado Pandolfini, 
también famosísimo, Waitzkin contó con otros maestros, menos ortodoxos. 

Durante años, de niño, aprendió de los ajedrecistas de Washington Square. Acuden a 
jugar por dinero. Son especialistas callejeros, sin otra formación que la picaresca ni más 
recursos que su inteligencia natural. Entre barandas, pillos y truhanes forjó armas y 
bebió de sus copas el licor volcánico de quienes perdían la reputación por una buena 

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partida y unos billetes. "La mayoría están muertos, o en la cárcel, pero gracias a ellos 
soy quien soy. Otra cosa importante de aquellos días fue que en la calle ganabas o 
perdías, y no había tablas, así que a diferencia de otros muchachos, que venían del 
ajedrez en los colegios y su entorno amable, yo me convertí en un practicante fiero, 
tanto que me apodaron tigre". La luz de las esquinas, el zoco diario de la plaza donde 
los folkies tocaban las guitarras, sentados bajo el arco blanco y el edificio donde vivió 
Henry James, abrió los portones de un niño con algo genial y terrible, capaz de triturar a 
cualquiera sin despeinarse. 

Tras abandonar el ajedrez, Waitzkin comenzó a practicar tai chi chuan de la mano del 
gran maestro William CC Chen. Cinco años después ganó el campeonato del mundo, 
celebrado en Taiwán. Añadan, a día de hoy, 13 campeonatos de EEUU y otro mundial. 
Cansado, quizá porque sólo la básqueda lo motiva, había escrito su primer libro, un 
venerado manual de ajedrez, y dio voz a un programa de ajedrez multimillonario en 
ventas (de hecho, el más vendido de la historia). En 2005, dejó el tai chi en la cumbre y 
probó con el jiu jitsu, arte marcial brasileño, "el más complejo de todos, con unas 
transiciones muy fluidas y una técnica muy depurada". Junto a Marcos Santos, uno de 
los especialistas más importantes del mundo, espera presentarse al campeonato del 
mundo, tal vez ganarlo, en 2010 o 2012. "No creas, no es tan difícil. Todos podemos ser 
grandes si nos lo proponemos. La cuestión, creo, o al menos es mi método, consiste en 
aprender unas técnicas y rutinas que me resulten accesibles, que vayan con mi carácter, 
y a partir de ahí, concéntricamente, desarrollar nuevos conocimientos. De esa forma 
todo va sedimentándose de forma natural. Modestamente, he creado mi propio método 
de aprendizaje, y en él entran las enseñanzas que recibí del ajedrez. En realidad, haga lo 
que haga, de alguna forma sigo jugando al ajedrez", asegura. 

 

Aparte de ir al gimnasio, Waitzkin ha publicado El arte de aprender, donde resume sus 
experiencias. "No tengo muy claro el título. Suena a manual de autoayuda. Mi libro es 
todo menos eso. Qué horror los libros que aspiran a vender soluciones como si 
acudieras a una máquina de refrescos. Aquí hay muchos, demasiados libros de ese tipo, 
ofreciendo remedios caseros, estápidos, a problemas muy graves. Engañan a la gente, 
pero son un producto lógico de nuestra cultura, siempre pendiente del beneficio 
instantáneo, mágico". Waitzkin, cuya presencia constante en las televisiones y 
periódicos estadounidenses ya no le impide concentrarse, lee en estos días Justine, de 

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Lawrence Durrel. Sus 31 años repletos de viajes, combates y cirugías sobre el tablero 
conforman parte de una personalidad poliédrica, disciplinada y amante de la inspiración. 

Mientra charlamos, el padre de Waitzkin busca un tablero de ajedrez para las fotografías 
finales. Hace tanto que nadie juega en esta casa que tardará en encontrarlo. Está perdido 
en el revuelo de papelotes, revistas, volámenes y fotografías de un hogar 100% 
neoyorquino, muy lejos de ese Manhattan poblado de idiotas fascinados por el diseño de 
interiores y los zapatos de series de televisión como Sexo en Nueva York. La casa de 
los Waitzkin acoge la luz de esta mañana helada como el interior de un buque varado en 
mitad de la Nueva York más viva, la de los viejos cafés, clubes de másica, árboles 
centenarios y edificios agonizantes, muy cerca del garito donde Dylan Thomas bebía 
hasta desplomarse. 

Es amigo personal de Robert Pircing, octogenario autor del legendario Zen and the Art 
of Motorcycle Maintenance: An Inquiry into Values (Zen y el arte de reparar 
motocicletas...). Aquel libro, crónica de carretera e indagación filosófica, fue rechazado 
por 121 editoriales. Tras editarse, vendió decenas de millones de ejemplares. George 
Steiner comparó a su autor con Dostoievski y Proust. Como Pircing, Waitzkin encontró 
en la filosofía oriental un bote salvavidas. "Le envié a Pircing el manuscrito de mi libro. 
Desde entonces, somos amigos. A diferencia de otros filósofos, Pircing no se pierde en 
metafísicas inátiles ni habla sólo para la secta. Le interesa la gente, y cree que la 
filosofía sólo tiene sentido si cuestiona el mundo y aborda problemas cotidianos, 
sociales, políticos incluso, lejos del aburridísimo ombliguismo en el que vive recluida 
por sus guardianes". 

A lo oriental llegó gracias a Kerouac, novelista de extremos que algunos exquisitos 
desprecian por visceral. "Los vagabundos del Dharma me marcó profundamente. Y 
también En el camino, claro". Hay que escuchar a Waitzkin hablar sobre Kerouac y el 
resto de hombres de la Beat generation. Como ellos, ha rechazado los códigos 
establecidos y el brillo falso de los autógrafos. Tampoco comulga con el sistema que 
rige la educación en su país. "Es que fomentan una competitividad salvaje. No rechazo 
competir, hasta cierto punto es saludable, incluso necesario. Es más, desconfía de 
aquellos que nunca compiten y desprecian la competición. En el fondo lo hacen para 
salvaguardar su ego, no porque carezcan de él. De todas formas, mi relación con la 
competición ha cambiado. Al principio, mientras jugué al ajedrez, era clave. Luego me 
fui relajando. Competir es bueno, pero si forzamos demasiado la máquina logramos que 
los chicos terminen acomplejados y transformamos la enseñanza en una trinchera". 

Filosofía de vida. A partir de sus propias lecciones en el tablero, Waitzkin llegó a la 
clave de su teoría. "La idea del inconsciente estuvo siempre ahí, no es algo místico ni 
freudiano, sino metódico. Debes apropiarte de los elementos que consideras más 
adecuados a ti y tomar impulso desde ahí". Esa noción saludable del individuo, que 
crece alimentándose de sus condiciones, sumada a la facilidad para transformar 
anécdotas en notas a pie de página que conducen a un nudo central que resolver, hacen 
de Waitzkin mucho más que un jugador o atleta superdotado. 

Rodeado de clásicos, entre la biblioteca y el recuerdo de madrugadas consumidas entre 
peones, sorprende con nociones que beben de la tradición y hacen de eje intelectual en 
su biografía. Nada que los partidarios del apredizaje individualizado no hubieran 
formulado antes; novedoso y estimulante, en cualquier caso, viniendo de alguien que 

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podía dedicar su tiempo a solazarse en viejas hazañas; más todavía: sintomático en un 
deportista de elite que hizo de su cerebro herramienta principal de trabajo. "El gran 
problema del sistema educativo, y yo lo vivía con aquel profesor de ajedrez que 
sustituyó a Pandolfini, es que intenten ahormarte a un modelo predeterminado, en lugar 
de indagar en tus necesidades", asegura. 

Y añade: "Intento que mi vida se defina, más que por los momentos felices, por los 
bajos, por las pérdidas, que son, sin duda, aquellos instantes de los que más podemos 
aprender. Te daré un ejemplo. Necesité años para enfrentarme a la partida que perdí con 
18 años, la que hubiera ganado si no hubiera rechazado las tablas. Estudiándola, 
descubrí que entré yo mismo en la trampa de mi oponente. Lancé un ataque demasiado 
obvio. De haberme movido con menos violencia, y eso que mi posición era inmejorable, 
habría ganado, seguro. Me perdió la agrevisidad. La noción de que la violencia, incluso 
durante un combate, no es tu mejor aliada, la tengo ahora muy presente. Es clave 
saberlo cuando practicas artes marciales, por ejemplo, porque en ellas basas tu poderío 
más en el análisis del contrario, en el encaje de los golpes y la respuesta que des, que en 
el ataque". 

Ajedrecista jubilado con una leyenda sólo superada en EEUU por Bobby Fischer, 
Waitzkin había esquivado a tiempo el tormento que liquidó al hombre que en los 70 
derrotó a la Unión Soviética y sacó muy poco de su gesta. Mientras que Fischer fue 
fagocitado por su locura, Waitzkin buscó en otros pastos e hizo de las artes marciales un 
bálsamo con el que dialogar. Murió para el ajedrez por la presión combinada de un 
periodismo ávido y unos profesores ciegos de vanidad. Recorrió el mundo para curar el 
sarampión del fracaso, el pildorazo del miedo, la angustia de fallar ante el modelo 
previamente construido de niño destinado a la gloria. Mandó al carajo a los 
patrocinadores. Estudió. Gracias a la actividad física añadió nuevos estímulos a una 
mente en perpetuo cambio. Peregrino y guerrero, escritor dotado, cazador del cerebro y 
sus fuegos, Waitzkin resuelve teoremas matemáticos para ejercitarse. Ha transformado 
el ring en un problema geométrico y vive a tope la resurrección de quien le hizo un 
corte de mangas al guión preestablecido por los especialistas en exprimir portentos. 

 

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Su reacción tras la muerte de Bobby Fischer 
 
 
Tengo sentimientos encontrados hacia Bobby Fischer", comenta Waitzkin por 
teléfono a los tres días de fallecer el mito. "Durante el fin de semana he recibido 
cientos de correos. Todos preguntan por Fischer. No respondí ninguno. Tengo 
muy claro que fue un artista, un revolucionario. El ajedrez en EEUU sería 
irreconocible sin su genio. Pero culpar al ajedrez, decir que estaba loco, o que 
fue el ajedrez el que lo enloqueció, resulta demasiado fácil. Su visión del 
mundo era terrible. Durante mi infancia fue una persona muy importante para 
mí, pero después seguimos caminos distintos. Amo a la gente, procuro 
involucrarme en los problemas de la comunidad, y eso nos diferencia. Tuvo sus 
opciones y vivió de espaldas al mundo". A propósito de los símiles, Josh traza 
una línea roja, el compromiso. "Los campeones tienen una gran 
responsabilidad social. Son un modelo para los niños y los jóvenes. Aceptaron 
estar en el centro del escenario. Deben ser vigilantes. ¿Sabes?, no quiero 
hablar mal de alguien que acaba de morir", remata antes de despedirse.