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Capablanca: Cómo Aprendí a Jugar Ajedrez   

Edward Winter 

 

 

 

Presentamos un artículo de Capablanca publicado en las páginas 94-96 de la Munsey’s 
Magazine
, Octubre de 1916: 

 

„Recuerdo claramente mi primera partida de ajedrez. Yo acababa de pasar los cuatro años 
– hace 23 años atrás. Deprimido con un sentimiento de aburrimiento, los cuales son 
causados frecuentemente por los días calurosos en La Habana, y habiendo fracasado en mi 
búsqueda de algo interesante en las acciones o historias de los soldados del Castillo del 
Morro, donde era mi costumbre pasar la mayor parte del día. Dirigí mis pasos hacia una de 
las torres de la fortaleza, para buscar con mi padre la manera de salir de este agobiante 
aburrimiento. 

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Conviene aclarar que mi padre, era un buen soldado, pero mal ajedrecista. Él cumplía 
servicio como teniente en la división de caballería del ejército Español designado en La 
Habana, en el Castillo del Morro. 

Como consecuencia de ello, mis compañeros eran soldados y mi campo de juego un 
fortaleza militar. Aquí solía escuchar historias de guerras, de estrategias de batalla y de 
héroes militares. Esto atrajo en mí el encanto hacia la vida militar. Y aquí pude 
comprender, aun siendo un chiquillo, la importancia que tiene para un soldado la buena 
planeación en el ataque o la defensa. 

Cuando entré a las habitaciones de mi padre, vi una escena que de inmediato captó mi 
atención. En el centro del recinto estaba sentado mi padre, con la cabeza apoyada en la 
palma de las manos, sus ojos mirando fijamente la mesa. Enfrente a él se hallaba otro 
oficial, en idéntica actitud; ambos parecían absortos y nadie decía una palabra. 

Me aproximé, y entonces tuve mi primera visión de un tablero de ajedrez. 

Sin alterar el silencio reinante, me situé ante la mesa de manera que pudiera ver 
cómodamente lo que acontecía. Mi curiosidad infantil pronto comenzó a crecer hasta 
transformarse en maravillado asombro; al ver cómo mi padre movía aquellas peculiares 
piezas talladas de una casilla a otra del tablero, sentí una espontánea fascinación por aquel 
juego. 

Tuve la impresión de que aquello debía tener alguna significación militar, de acuerdo al 
interés que ambos soldados manifestaban. Entonces comencé a concentrar mi atención 
para descubrir cómo debían moverse aquellas piezas. Al terminar la partida estaba seguro 
de haber aprendido las reglas del juego. 

Comenzó una segunda partida; en aquel momento, ni el embrujo de un cuento de “Las mil 
y una noches” me hubiera fascinado tanto. Seguí cada movimiento con apasionada 
atención; habiendo resuelto el primer misterio del ajedrez – el movimiento de las piezas – 
comencé a observar los principios que regían el juego. 

Aunque sólo tenía cuatro años en aquel momento, aprecié muy pronto que una partida de 
ajedrez debía compararse con una batalla militar; algo que implicaba un ataque por parte 
de uno de los jugadores, y la correspondiente defensa por parte del otro. Acciones de esta 
naturaleza siempre causaban una profunda impresión en mí. Recuerdo con qué deleite 
solía escuchar las historias de los soldados sobre la captura de un reducto o la emboscada 
de un ejército. 

Creo que mi temprana y muy poderosa atracción por el ajedrez tiene relación con la 
mentalidad que había desarrollado debido al entorno militar que me rodeaba, así como a 
una peculiar intuición. 

Aquella tarde ocurrió un incidente que marcaría toda mi carrera de ajedrecista. Durante la 
segunda partida, noté que mi padre había movido un caballo no de acuerdo a las reglas, lo 

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que no fue advertido por su rival. Mantuve un escrupuloso silencio hasta el final del juego, 
y entonces hice notar a mi padre su error. 

Al principio me trató con la característica tolerancia del padre que escucha una tontería de 
la boca de su hijo pequeño; mis crecientes protestas, producto de la convicción que tenía 
de haber adquirido un nuevo e importante conocimiento, así como las dudas surgidas en su 
oponente, le llevaron muy pronto a preguntarse si, realmente, no había cometido una 
equivocación. Sabía, sin embargo, que yo no había visto jamás disputar antes una partida 
de ajedrez, y me dijo, con mucha discreción, que dudaba mucho de que yo supiera 
realmente de qué estaba hablando. 

Mi respuesta fue desafiarlo a jugar una partida; no sé si creyó que yo me había vuelto loco, 
o si quiso darme una lección y evitar nuevos momentos incómodos delante de su amigo, 
pero lo cierto es que aceptó mi desafío, esperando sin duda una rápida capitulación de mí 
parte. 

Cuando se dio cuenta de que yo conocía el movimiento de las piezas, se sintió 
evidentemente desconcertado. 

Cuando la partida se aproximó a su final, no puedo decir si estaba más afectado por el 
asombro, la mortificación o el placer, porque le gané mi primera partida de ajedrez. 

Después de este incidente, los amigos de mi padre comentaban insistentemente que yo era 
un niño con facultades especiales. Algunos de ellos llegaron incluso a llamarme un 
prodigio, y a predecir que indudablemente llegaría a convertirme en uno de los más 
grandes maestros de ajedrez del mundo. Cuando aún recuerdo aquellos días, me siento 
bien de no haber sido considerado un niño maravilla. No recuerdo que fuese 
particularmente bendecido con los atributos que acompañan a un genio, como 
comúnmente se coloca en las biografías – el reconocimiento precoz de la inmensidad de la 
naturaleza, de la belleza y la complejidad del cosmos, y toda esa clase de cosas. 

Como particularidad de hecho, aprecio como uno de mis talentos especiales mi habilidad 
más que común para el tan eminentemente mundano pero noble juego del béisbol 
americano. ¡Tal cosa, seguramente, debe ser ajena al genio! 

La persuasión de los amigos de mi padre finalmente hizo que me llevara hasta un 
especialista del cerebro en La Habana. Mientras todos ellos sugerían que mi talento como 
jugador de ajedrez debería ser desarrollado mediante un curso de entrenamiento especial, 
mi padre prefería que me mantenga en el mismo ambiente donde se forma un niño 
promedio. Para las muchas sugerencias de mi posible explotación en el campo del ajedrez, 
él persistentemente prestaba oídos sordos. Así es como finalmente acudimos al especialista 
del cerebro -una tarea muy odiosa para mí. 

Aquel individuo con gafas y bigote, después de hacerme un examen, anuncio a la manera 
de un vidente que yo poseía una capacidad cerebral extraordinaria para un niño de mi 
edad, y aconsejo que debían de prohibirme jugar al ajedrez. 

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Yo estaba realmente decepcionado, ya que mi amor por el juego se había convertido en 
una pasión. No fue hasta que cumplí los ocho años de edad que,  a razón de la insistente 
solicitud de los amigos de mi padre, que él consintió en llevarme al Club de Ajedrez de La 
Habana, el cual en aquel tiempo contaba entre sus numerosos miembros con varios 
jugadores de marcada reputación. Aquí reanude el juego, pero sólo a una escala moderada; 
y pronto tuve el placer de enfrentarme con los mejores jugadores del club. 

La primera partida que jugué con un adversario de reputación mundial fue cuando 
Taubenhaus, el famoso experto parisino, visitó La Habana. En aquella época yo tenía 
apenas cinco años de edad. Taubenhaus me ofreció la dama de ventaja, y cuando 
terminamos la primera partida él jugó otra en las mismas condiciones. Algunos años atrás, 
cuando fui de visita a París, después del torneo San Sebastián, encontré a Taubenhaus, y en 
nuestra conversación él habló de esas dos partidas, diciendo que él había tenido la 
impresión de haber perdido ambas. 

La pregunta que más frecuentemente me hacen es ¿a qué atribuyo mi precoz inicio en el 
ajedrez? Apenas puedo decir que se debió en parte a un dominio de los principios del 
juego, nacido de lo que a menudo sentí que era una peculiar intuición, y en parte por que 
poseía una memoria especialmente desarrollada – una memoria mucho más desarrollada 
que la de un niño normal de cuatro años. 

Recuerdo cómo los soldados de la fortaleza de La Habana encontraron diversión en 
colocarse delante del dependiente de la guarnición – ¡el pobre hombre! – y frente a mí. 
Entonces comenzaban a leer grandes cantidades que nosotros debíamos sumar, dividir, y 
multiplicar. Yo siempre ofrecía la respuesta correcta antes de que el dependiente pudiera 
comenzar. Además, aunque no pretendo decir que mi memoria era en ese entonces la de un 
Macaulay o un John Stuart Mill, era un hecho que en la escuela, después de una segunda 
lectura de siete páginas de historia, lo podía recitar literalmente todo de memoria. 

No es correcto asumir, sin embargo, que mi habilidad en ajedrez depende solamente de 
una memoria superdesarrollada. En el ajedrez, la memoria puede ser una ayuda, pero no es 
indispensable. Actualmente mi memoria está  muy lejos de lo que era en mi temprana 
juventud, pero mi juego es indudablemente mucho más fuerte que en ese entonces. La 
maestría en ajedrez y la brillantez del juego no dependen mucho de la memoria como si 
del peculiar funcionamiento de las facultades del cerebro.‟