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ADAM

Dreamhealer 

(

EL

 

HOMBRE

 

QUE

 

SANA

A

 

TRAVÉS

 

DE

 

LOS

 

SUEÑOS

)

La verdadera historia

de una curación milagrosa

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Conocido sólo como A

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, el autor es un joven sanador a 

distancia con increíbles dones.

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Agradecimientos

Me gustaría expresar mi gratitud a todos los que colaboraron 
en la creación de este libro, por tener el coraje y la apertura 
mental suficientes como para intentar hacer algo diferente. Ha 
sido un proceso muy inspirador en cada uno de sus pasos. 
Gracias a la doctora Effie Chow y al doctor Edgar Mitchell, 
por sus estimulantes palabras de sabiduría. Gracias a mi her-
mana, por ser ella misma, y, por encima de todo, gracias a mi 
madre y a mi padre, por creer en mí.

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El sueño

El sueño es una conexión mística con la energía universal que 
expande la perspectiva de la vida hasta un estado de conciencia 
no habitual.

Las personas interpretamos la realidad a través de los cinco 

sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Nuestra conciencia, 
por tanto, se basa en una pequeña cantidad de información de 
entrada, si pretendemos evaluar la realidad únicamente a través 
de esas cinco áreas sensoriales. Con los ojos, sólo vemos una 
pequeña parte del espectro electromagnético. Con los oídos, 
sólo escuchamos una fracción de todo el registro de frecuencias 
conocidas. Y no tenemos modo alguno de cuantificar las can-
tidades ni los registros que percibimos a partir de los sentidos 
del olfato, el gusto y el tacto.

A pesar de todo, nos vemos constantemente bombardeados 

con información, tanto si podemos medirla como si no. Justo 
es asumir que tenemos conciencia de todo ello y que reaccio-
namos ante ello. Por tanto, es la sensibilidad subjetiva la que 
interpreta todos los datos sensoriales que recibimos, y esto deja 
la puerta abierta para las capacidades humanas extendidas a la 
hora de procesar la información, como la intuición, los senti-
mientos, las visiones y los sueños.

El sueño es nuestra visión de la salud perfecta.
El sanador es nuestro guía a lo largo de ese sendero.

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CAPÍTULO 1

El descubrimiento

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Percibir más allá de nosotros mismos es ver de verdad.

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D

ios debe de tener un gran sentido del humor, pues de 
otra forma no sabría explicarme la ironía que supone el 

hecho de haberme ubicado en este planeta.

Nací en una familia normal de clase media, en una gran 

ciudad cosmopolita. Alrededor del 30 % de la población de la 
zona es de ascendencia china y, si yo hubiera nacido en un 
hogar de esta comunidad, mi singularidad habría quedado cu-
bierta con los canales culturales del qigong o del taoísmo. Se 
me habría aceptado como un caso insólito, no como a un bi-
cho raro. Lo importante es que se me habría aceptado.

Después de los chinos, la siguiente minoría importante de 

mi ciudad es la de la población procedente del este de la India; 
y, si yo hubiera nacido en esta cultura, me habrían enviado a 
un ashram para mi instrucción. También en esta cultura se 
reconocen los talentos poco comunes, como el mío, como do-
nes que hay que cultivar y desarrollar. No sólo se aceptan, sino 
que se respetan.

En cambio, las creencias y las costumbres de la cultura oc-

cidental a la cual fui asignado no parecen recibir bien todo 
aquello que no sea común. Pretenden valorar el individualis-
mo, cuando en realidad lo que se acepta es la uniformidad. Es 
una cultura a la que le gusta que todos hagan las mismas cosas, 
que sean parecidos. Lo diferente se ve como algo extraño. En 
el mejor de los casos, se tolera. Lo que se valora es lo que po-

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demos procesar con los cinco sentidos, y no lo que se encuen-
tra más allá de ellos. En la cultura occidental, la realidad debe 
ser mensurable.

Yo nací con una mancha roja de nacimiento en forma de V 

en el centro de la frente. Me han dicho que ésa es la «marca del 
sanador», porque está situada en lo que se denomina el tercer 
ojo. El tercer ojo es por donde un sanador canaliza su energía 
para conectar con los demás con propósitos curativos. La V de 
mi frente se ha difuminado considerablemente, hasta el punto 
que, actualmente, a duras penas puede verse; pero sé que sigue 
teniendo riego sanguíneo porque, cuando siento una emoción 
intensa, aparece de nuevo.

Mi bisabuela por parte de mi madre veía las auras. El aura 

es el campo energético que envuelve a todos los organismos 
vivos. Ella creía que todo el mundo podía ver las auras. Fue a 
los dieciocho años cuando descubrió que nadie más podía ver 
lo que ella veía, de modo que decidió hacer caso omiso a esta 
capacidad. Siguió viendo las auras, pero dejó de procesar la 
información que aquel don le proporcionaba. Optó por igno-
rar su capacidad, en lugar de cultivarla. Muchas personas que 
disponen de estas capacidades optan por conformarse a la 
norma, en vez de explorar lo desconocido dentro de sí mis-
mas. Muchas veces me he preguntado cuán diferente habría 
sido la vida de mi bisabuela si hubiera aceptado y cultivado su 
don.

Mi padre tiene sangre india nativa americana por parte de 

madre. Su familia pertenecía a la Nación India Penobscot, que 
se encuentra en Maine. Siempre he disfrutado pensando en mi 
legado nativo americano, y en sus conexiones con la naturaleza 
y con la energía universal. Después de indagar un poco, descu-
brí que tengo parentesco con el último chamán sanador cono-
cido de los penobscot, Sockalexis.

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Aunque algunos chamanes utilizaban sus poderes para ha-

cer daño a sus enemigos, Sockalexis era conocido porque sólo 
se dedicaba a curar, y, debido a esto, fue muy respetado y en 
modo alguno temido por sus hermanos de tribu. Los chama-
nes tienen que ser humildes, y muy conscientes de sus forta-
lezas y debilidades, para poder hacer uso de sus habilidades 
con el fin de ayudar a los demás. Deben ser capaces de utilizar 
sus habilidades y sus poderes para adaptarse a cualquier situa-
ción. Para ello, se precisa un gran equilibrio de mente, cuer-
po, corazón y espíritu. La sanación debe ser una búsqueda in-
tuitiva de aprendizaje acerca de los demás y acerca de nosotros 
mismos.

El encuentro entre estos dos mundos espirituales por parte 

de mi madre y por parte de mi padre conformaron mi con-
ciencia inconsciente y me dirigieron a lo largo del camino sin 
que yo me percatara de ello.

Muchas de las cosas que yo veo no son visibles para la ma-

yoría de las personas. Por ejemplo, yo veo las auras. Yo veo el 
aura como un resplandor luminoso, con distintos colores y 
patrones. 

La gente, los animales e incluso las plantas tienen aura, cosa 

que indica que los organismos vivos están en funcionamiento. 
Debido a esta capacidad para ver el aura, nunca tuve ningún 
problema a la hora de diferenciar entre la realidad y el mundo 
de fantasía de la televisión. Me acuerdo de estar viendo la tele-
visión cuando era niño y de decirles a mis padres que había 
personas «reales» y personas de televisión. Los campos áuricos 
de las personas y de todo ser vivo se pierden durante la trans-
misión de las señales de televisión; de ahí que yo viera a las 
personas en la televisión como totalmente diferentes del resto 
de las personas. Aquello fue muy útil para determinar la dife-
rencia entre lo real y lo ficticio.

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Mi capacidad para ver el aura me supuso también algunos 

problemas, como podrá usted imaginar. Siendo niño, yo no 
disfrutaba jugando al escondite. No es porque yo fuera antiso-
cial o porque fuera demasiado tímido. Simplemente es que no 
le encontraba la gracia al juego. Aunque alguien se escondiera 
detrás de un árbol, seguía siendo visible para mí: veía su aura 
asomar por los lados del árbol. Me resultaba tan absurdo como 
le sería a cualquier persona que un hombre grande intentara 
esconderse detrás de una escoba. Yo no sabía que los demás no 
eran capaces de ver lo que yo veía. Eso fue algo que tuve que 
aprender. Pero, hasta que lo descubrí, la gracia de aquellos jue-
gos me resultó desconcertante.

Cada vez que salía a la naturaleza con mi familia, yo detec-

taba a los animales antes que los demás. Para mí, las auras de 
los animales eran visibles a través de los arbustos o de la male-
za. Muchas veces, cuando iba con mi familia en el automóvil, 
yo era el único que veía determinadas cosas. Pero, a veces, ellos 
veían de pronto lo que yo había visto, y entonces era cuando 
me creían. Forma parte de la naturaleza humana creer sólo lo 
que podemos ver. En cierta ocasión leí que «la visión es la ca-
pacidad para ver lo que no está ahí». Yo veo y siento la co-
nexión universal de todos los seres vivos, los seres humanos, 
los animales y las plantas. Siempre la veo.

Ya en el instituto, tuve que aprender a atenuar mi visión de las 

auras. Las auras me saltaban a la vista con su resplandor, y aque-
llo terminó convirtiéndose en un problema. Pero, al atenuarlas, 
conseguí un interesante resultado: que mi intuición, o capacidad 
psíquica, se incrementó. En lugar de «ver» auras e interpretarlas, 
era capaz de recoger la información directamente a través de la 
intuición. Simplemente, «sabía» las cosas, como si dispusiera de 
un sentido nuevo, basado en el conocimiento. Pero en el institu-
to no se aceptaba ni se comprendía este fenómeno.

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Muchas personas pueden ver las auras, o bien fueron ca-

paces de verlas en algún momento de su vida. Cuando observo 
a los bebés, me doy cuenta de que la mayoría de ellos son 
conscien tes del aura de las personas. Si yo hago algún cambio 
en mi aura (por ejemplo, proyectándola, a través de mis pen-
samientos y de mi intención, por encima de mi cabeza), los 
bebés siguen los movimientos de mi aura con los ojos. Ver las 
auras no es algo que se cultive en los niños, principalmente 
porque la mayoría de los padres no saben que sus hijos dispo-
nen de esa habilidad. Algunos niños se ven obligados a repri-
mirla, dado que los padres tienen miedo de que etiqueten al 
niño como mentalmente inestable. Las creencias religiosas de 
una familia pueden plantear también un serio problema a la 
hora de aceptar algo como esto. Los médicos quizás prescriban 
fármacos para «detener las alucinaciones», y es que, en defini-
tiva, la sociedad quiere que pensemos y creamos que esto es 
algo que hay que arreglar.

En el siglo 

XVII

, a la gente que disponía de capacidades es-

peciales para curar a los demás la llamaban brujos o brujas, y 
se les quemaba en la hoguera. Las autoridades y los eruditos de 
entonces hacían todo lo posible por mantener a la gente en la 
ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Pero no podían estar 
más equivocados. Las capacidades especiales, como la mía, de-
ben cultivarse y comprenderse con el fin de que sean benefi-
ciosas para toda la humanidad.

Nuestro pensamiento tiene todavía mucho camino por re-

correr. Pero ahora ya sé que lo que experimento no es bien 
comprendido ni aceptado. Al contrario, normalmente se suele 
temer y malinterpretar. Aprendí muy pronto en la vida que un 
niño normal, con unas zapatillas deportivas y una camiseta de 
manga corta, tiene que guardar silencio y no contarle a nadie 
sus diferencias.

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Afortunadamente, mis padres fueron lo suficientemente 

raros y especiales como para aceptar mi singularidad. Aún 
más, fueron capaces de darse cuenta de que yo necesitaba una 
orientación especial, de que precisaba un mentor, como se 
dice en algunas ocasiones. Tuvieron el coraje y la sabiduría de 
permitirme ser yo mismo. Dentro del contexto de un entorno 
familiar dominado por el cariño y con una mentalidad abierta, 
mi don pudo crecer y prosperar. Siempre les estaré agradecido 
porque, gracias a ellos, tuve la ocasión de desarrollar aquel po-
tencial.

No debió de ser fácil para ellos pues, cuando llegué a la 

adolescencia, comencé a tener experiencias telequinésicas, algo 
que me sumió en el desconcierto y que, sin duda, les descon-
certó a ellos un poco más que a mí. Al principio no me creye-
ron. Es comprensible; aquello era muy difícil de creer y de 
aceptar. Fue especialmente complicado para mi padre, que 
siempre busca una explicación científica para todo. Para mí 
fue más fácil, porque lo que me sucedía se convirtió en algo 
normal. Al fin y al cabo, yo no conocía otra cosa.

Las cosas extrañas parecían ocurrirme siempre a mí. Los 

objetos comenzaban a volar por el dormitorio cuando iba a 
agarrarlos. A veces, el lápiz con el que estaba escribiendo co-
braba vida y pensamiento propio y salía volando por la habi-
tación. Pero lo peor es cuando esto me sucedía en el instituto, 
y todo el mundo pensaba que lo que yo hacía era lanzar los 
objetos. Claro está que dejé que lo creyeran. Era más fácil eso 
que decirles que los objetos se movían por sí solos. Yo no sabía 
por qué ni cómo ocurría aquello, pero aprendí a vivir con 
ello.

Pero la primera vez que mi bicicleta dio una vuelta de 

360 grados, mientras iba yo montado en ella, fue cuando supe 
que mis diferencias eran ciertamente grandes. Mi madre esta-

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ba conmigo cuando sucedió, y casi no pudo creerse lo que 
había visto con sus propios ojos. Claro está que yo me sentí 
encantado de que lo viera. Es difícil pasar por alto cosas que tú 
sabes que no son normales. Pero aún es más difícil cuando los 
demás se niegan a creerlo.

Intenté ocultarle al mundo lo que me estaba ocurriendo, 

y tuve bastante éxito en este empeño. Pero se me hacía im

-

posible ocultárselo a mis padres. Hacíamos muchísimas activi-
dades juntos, en familia, y tuvieron ocasión de presenciar el 
número suficiente de sucesos extraños como para que mi pa-
dre, con toda su mentalidad científica, tuviera que aceptar la 
realidad. Él mismo había visto cómo distintos objetos salían 
disparados hacia el techo con fuerza en el momento que yo 
alargaba la mano para agarrarlos.

Pero el punto crucial para él llegó, no obstante, un día en 

que estábamos en el gimnasio haciendo ejercicio. Unas pesas 
de veinte kilos se cayeron de su sujeción, cerca del lugar donde 
yo me encontraba de pie, y no le dieron en la cabeza a mi pa-
dre por pocos centímetros. Pensamos que la sujeción debía de 
estar defectuosa, y nos pasamos un buen rato intentando repe-
tir lo que había ocurrido, pero fue en vano. La sujeción no 
tenía ningún defecto. Fue entonces cuando mi padre com-
prendió finalmente que todos aquellos acontecimientos inex-
plicables estaban ocurriendo de verdad.

Después de aquello, cambió de actitud y desarrolló una 

curiosidad insaciable respecto a mis capacidades, y tanto él 
como mi madre se centraron en cómo podrían ayudarme a 
desarrollar mis dones. Juntos, comenzamos el viaje.

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CAPÍTULO 2

Comienza el viaje

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En el futuro, la capacidad para sanar con el pensamiento 

será la norma.

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M

i padre es ese tipo de persona que a uno le gustaría te-
ner cerca en caso de emergencia. Es un hombre calma-

do, equilibrado e imperturbable. Es esa persona que, en una 
situación crítica, toma el mando y emprende la acción. Pero 
mi padre llegó a preocuparse mucho al principio, cuando 
aceptó lo que me estaba ocurriendo. ¿Sería peligroso para mí? 
¿Sería peligroso para los demás? En algún sitio tendría que 
haber respuestas, pero, ¿dónde buscar?

Presa del pánico, mi madre le telefoneó a mi abuela en una 

llamada de socorro. En circunstancias normales, los consejos 
de la abuela se seguían al pie de la letra. Pero pronto se hizo 
evidente que ésta no era una situación típica de la infancia o, 
al menos, no era una situación en la que ella tuviera experien-
cia. Lo primero que les aconsejó a mis padres fue que llamaran 
al pediatra. Pero no hizo falta mucho para que todos los im-
plicados comprendieran que aquélla no era la mejor solución. 
Mi madre se acordó de una mujer a la que había conocido al-
gunos años atrás. Aquella mujer tenía la capacidad de ver 
las auras y el flujo de lo que ella llamaba la energía externa. Mi 
madre la telefoneó y le pidió que nos recibiera con urgencia. 
Fuimos a verla poco después de mis episodios de lápices vola-
dores y de bicicletas que daban la vuelta en redondo, pero no 
teníamos ni idea de qué podíamos esperar de ella.

Pero fue magnífico. Por vez primera, pude conectar total-

mente con alguien con quien podía hablar de lo que yo había 
pensado que todo el mundo podía ver y sentir: el flujo de la 
energía. Ella me enseñó varios senderos y patrones para rediri-

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gir mi energía con el fin de lograr diferentes efectos y emocio-
nes. Lo que yo estaba sintiendo era tan visible para ella como 
para mí.

La mujer me explicó que el giro brusco de la bicicleta era 

una explosión de energía, como una especie de electricidad es-
tática no intencionada, que ocurría cuando yo no estaba con-
centrado en mi flujo de energía. Me dijo que tenía muchísima 
energía, y que tenía que modularla adecuadamente. Supuso un 
gran alivio saber que aquella energía no podía hacerle daño a 
nadie, ni tampoco a mí mismo. Y creo que tenía razón, porque 
no volví a tener giros bruscos con la bicicleta desde el momen-
to en que comencé a dirigir mi energía de otras maneras.

La mujer me pidió que extendiera los brazos a los lados, 

todo lo que alcanzaran, para enviar la energía desde una mano, 
circundar la tierra y recibirla en la otra mano. Fue maravilloso 
ver esta energía, que ella denominaba aura. Fue la primera vez 
que escuché aquella palabra. Para mí fue muy tranquilizador 
saber que había otras personas que podían ver esta energía, y 
nos sumergimos los dos en la tarea de cambiar los patrones de 
mi aura.

Mi madre se pasó la sesión allí sentada, sin pronunciar ni 

una palabra; todo aquello era nuevo para ella. Pero, decidida-
mente, no era nuevo para mí. Yo comprendía con toda clari-
dad lo que estaba ocurriendo. Por fin podía controlar mi ener-
gía. Esto supuso un gran alivio para mí, al igual que para mis 
padres. El hecho de que una persona adulta y sensata fuera 
capaz de describir lo que estaba ocurriendo nos ayudó a com-
prender que aquello era algo normal en mi caso. Cuando nos 
despedíamos, la mujer nos aconsejó que buscáramos ayuda en 
el qigong (pronunciado «chi gong»). Qi, que a veces se escribe 
«chi», significa «energía» o «fuerza vital». Gong significa «disci-
plina» o «trabajo».

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«Con la cantidad de energía que tiene, podría ser un gran 

maestro en una semana», le dijo la mujer a mis padres. Desde 
entonces, he descubierto que normalmente hacen falta déca-
das de estudio entregado para llegar a ese nivel.

Siguiendo sus indicaciones, concertamos una cita con un 

maestro de qigong de la ciudad. Me resultó muy interesante 
observar su demostración de cómo emitir el chi, que surgía de 
su cuerpo a través de las puntas de sus dedos. ¡Qué experiencia 
poder ver aquello! Aquel hombre tenía un aura grande y do-
rada, que parecía fluir armoniosamente. Sentí curiosidad, y 
quise aprender más acerca de los sistemas de energía.

Aquel encuentro supuso un punto de inflexión en mi vida. 

Había descubierto que podía controlar y canalizar mi ener-
gía. Ya no estaba coqueteando con la locura sino, más bien, 
ex plorando un don que otras personas compartían. A partir 
de aquí, me embarqué en la parte de autodescubrimiento de 
mi viaje.

EL DESCUBRIMIENTO DE LA SANACIÓN

Dos días después de la reunión con el maestro de qigong, mi 
madre se vio aquejada por un intenso dolor, por una neuralgia 
de trigémino, un dolor lacerante en la cara y el oído, debido, 
en la caso de mi madre, a una esclerosis múltiple, una enfer-
medad neurológica. Le habían diagnosticado la esclerosis múl-
tiple cuando yo era muy pequeño, de modo que aquello no era 
nuevo para nadie en la familia.

Aquella noche en concreto, mi padre, mi hermana y yo 

estábamos viendo la televisión, y mi madre estaba arriba, en su 
dormitorio, amortiguando sus lamentos en la almohada. En 
ocasiones como aquélla, nos sentíamos impotentes por no po-

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der aliviarle su dolor, de ahí que mi madre prefiriera estar sola. 
Como tantas otras veces, el dolor le resultaba poco menos que 
insoportable. Pero, finalmente, subí a su habitación.

«Cierra los ojos, mamá», le dije mientras le ponía las manos 

sobre la cabeza. No sé realmente por qué hice aquello. Fue 
como si supiera lo que tenía que hacer. Mi madre obedeció, y 
yo sentí cómo el dolor abandonaba su cuerpo y entraba en el 
mío. Era un dolor horrible.

Me fui a mi cama y me derrumbé con un punzante dolor 

de cabeza, mientras mi madre se quedaba dormida, ya sin do-
lor. Mi madre ha mejorado mucho desde aquella noche, y 
ahora podemos hacer más cosas juntos, en familia.

Aquél fue otro punto más de inflexión para mí a la hora de 

comprender mis dones. Había sellado mi viaje hacia la sana-
ción. Todo parece suceder por algún motivo, y la enfermedad 
de mi madre no era una excepción. Aquello no era una coin-
cidencia, sino una señal. Me permitió iniciar mi viaje hacia la 
sanación desde un punto en el que no había temor alguno, 
con la única intención de ayudar a mi madre.

Si no hubiera sido por la enfermedad de mi madre, es muy 

probable que no me hubiera metido de cabeza en la sanación; 
lo más normal es que hubiera ido entrando en ello poco a 
poco, años después. El hecho de ver sufrir a una persona a la 
que quieres fue la inspiración que yo necesitaba para reaccio-
nar, sin pensar en si podría o no ayudar, ni siquiera en si sería 
posible. Como llevado por un piloto automático, hice lo que 
podía hacer y realicé otro descubrimiento: que podía curar.

Pero entonces se nos planteó un nuevo problema. Yo había 

absorbido su dolor y me lo había quedado para mí, de modo 
que mis padres comenzaron a preocuparse una vez más. 
No querían que yo curara, si eso iba a suponer que el que se 
ponía enfermo iba a ser yo. Sin embargo, yo me sentía instin-

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tivamente atraído por la sanación. Mientras iba en el automó-
vil con mis padres, solía percibir las lesiones y las enfermeda-
des de las personas que veía a nuestro paso.

Me acuerdo de una ocasión en que estaba con mi padre en 

la sala de espera del médico. En la sala había otros cuatro niños 
(uno de ellos un bebé), delante de nosotros, con sus padres. 
Mi capacidad para ver las auras está activa en todo momento, 
de manera que mi atención se vio atraída de un modo instin-
tivo hacia la lectura de las auras de los niños. Claro está que 
ellos no eran conscientes de lo que yo estaba haciendo. Pude 
ver con claridad que el aura que rodeaba los pulmones del 
bebé estaba como ardiendo. Me alteraba no poder decirle nada 
al médico acerca de aquello, dado que el bebé era incapaz de 
explicar sus síntomas.

La sanación y la salud se convirtieron en un tema predomi-

nante en mi vida. Al principio, hice algunos tratamientos en-
tre los compañeros de trabajo de mi padre. Se trataba de per-
sonas que no podían guardar relación alguna con mis amigos 
del instituto ni con nuestros vecinos, por lo que no me sentía 
amenazado por el hecho de que se enteraran de mis extrañas 
habilidades. La mayoría de ellos tenía la edad de mi padre, y 
en la mayor parte de los casos se trataba de antiguas lesiones 
deportivas y dolores diversos. Uno de sus compañeros tenía 
una lesión en el cuello desde hacía quince años, fruto de un 
accidente de esquí. Girar la cabeza mientras conducía su auto-
móvil era todo un problema para él. Después de sólo un trata-
miento, aquel hombre recobró la casi total movilidad del cue-
llo, y el dolor crónico desapareció. Se difundió la voz poco a 
poco en la oficina, y terminé estando muy ocupado. Durante 
aquella época aprendí mucho con la práctica.

Pero mis padres aún no las tenían todas consigo, de modo 

que no estaban muy relajados en lo relativo a mis experiencias 

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sanadoras. Les preocupaba que yo pudiera contraer una enfer-
medad grave mientras aprendía y practicaba nuevas técnicas. 
Después de muchas noches sin dormir, llamaron a la doctora 
Effie Chow, una gran maestra de qigong.

Mi madre había conocido a la doctora Chow varios años 

antes, en una demostración de qigong. La doctora Chow es la 
fundadora y presidenta de la East West Academy of Haeling 
Arts (Academia Oriental-Occidental de Artes Curativas) de 
San Francisco. En julio del año 2000, el presidente de Estados 
Unidos, Bill Clinton, designó a la doctora Chow para la Co-
misión de la Casa Blanca sobre Política de Medicinas Comple-
mentarias y Alternativas, compuesta en un principio por quin-
ce miembros. La doctora Chow tiene un doctorado en 
educación superior y un master en ciencias del comportamien-
to y comunicaciones. Es enfermera psiquiátrica y de salud pú-
blica titulada, acupuntora y gran maestra de Qigong, con 
treinta y cinco años de experiencia.

Aun con sus cualificaciones y su ocupada agenda, se las 

ingenió para encontrar tiempo para venir a nuestra ciudad y 
cumplir el papel de mentora conmigo durante tres días. El 
tiempo que pasé con ella fue ciertamente valioso, y jugó un 
importante papel a la hora de orientarme en la dirección co-
rrecta. Me habló de cosas muy importantes, como el modo de 
conectar con la tierra y cómo se mueve la energía. Pero, por 
encima de todo, ayudó a mis padres para que dejaran de preo-
cuparse con mis inusuales capacidades. Les enseñó a aceptarlas 
tal como son y les hizo comprender que aquello era un don, 
un regalo. También nos dejó algunas ideas verdaderamente 
preciosas, que yo siempre recordaré.

Una de las que sobresale entre las demás es la de que «todos 

necesitamos al menos tres risas al día de esas en las que termina 
doliéndote la barriga». Yo quizás tenga la capacidad para curar 

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a alguien, pero de esa persona depende mantenerse sana des-
pués. Esa persona debe ser capaz de disfrutar de la vida y de 
mantener un sano sentido del humor. Se ha demostrado que la 
risa ayuda a la gente a curarse y a mantenerse bien. La risa 
funciona, ya sea porque provoca la secreción de determinadas 
sustancias químicas en el organismo o por el mero hecho de 
pasárselo bien.

La doctora Chow me ha orientado de otras muchas formas 

en las artes curativas, y le estoy muy agradecido por ello. Fue 
estupendo poder hablar con alguien con experiencia en la sa-
nación energética. Ella llevó a cabo sorprendentes demostra-
ciones energéticas en uno de sus talleres, al que asistimos mi 
padre y yo.

Para mí, aquellas demostraciones energéticas demostraron 

aún más si cabe hasta qué punto llega la interconexión entre 
las personas, dado que pude ver, por medio de nuestras auras 
conectadas, la energía que los demás podían sentir. Un cambio 
en el campo energético de una persona afectaba a todas las 
demás que estuvieran dentro o cerca de ese campo de energía. 
Si una persona se encuentra en un estado de ánimo negativo, 
todas las personas a su alrededor mostrarán la tendencia a sen-
tir en negativo. Sin embargo, si estás cerca de alguien que sea 
positivo, tú también tenderás a tener un estado anímico posi-
tivo.

Una de las técnicas más importantes que aprendí de la doc-

tora Chow fue la visualización. Cuando conocí a la doctora 
Chow yo tenía una experiencia muy limitada en la técnica 
para eliminar bloqueos energéticos en las personas. Ella me 
enseñó a visualizar diferentes herramientas para eliminar blo-
queos energéticos, y con ello logré ser bastante más eficaz en 
mis sanaciones. Por ejemplo, cuando yo veía a alguien con 
esclerosis múltiple, la enfermedad tenía ante mis ojos el aspec-

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to de una multitud de granos de arena de color verde. Lo que 
solía hacer era visualizarme recogiendo los granos de uno en 
uno y arrojándolos. Pero me di cuenta de que esta técnica era 
muy poco eficaz, dado que los bloqueos volvían tan pronto los 
quitaba. Cuando le conté a la doctora Chow lo que estaba 
haciendo, me explicó un modo más eficaz de visualización. 
Descubrí que era más eficaz visualizar que absorbía como con 
una aspiradora los granos de arena, y que luego me deshacía de 
los bloqueos de energía.

Aprendí que la imaginación es la más poderosa herramien-

ta en la sanación. Darme cuenta de esto me permitió partici-
par activamente en mi propia evolución como sanador. Ad-
quirí la suficiente confianza en mí mismo como para aprender 
a través de la experiencia, en vez de depender de las habilida-
des adquiridas de los demás. Comencé a experimentar y apren-
dí lo que funcionaba mejor en mi caso. Algún día será normal 
la sanación a través del pensamiento y de la imaginación. No 
existen límites para esta nueva realidad curativa.

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